Encontrarse no
significa cruzarse casualmente y seguir adelante en el camino, sino establecer
un vínculo. Según el diccionario, un vínculo es una relación afectiva que implica
recíproca fidelidad... Yo añado satisfacción (sobre todo) espiritual. El
vocabulario sigue diciendo: …o una limitación de la libertad individual. Estos
son dos sentidos diferentes: podríamos observar que uno es antiguo y otro es
moderno o post-moderno. No hace falta decir que prefiero mucho más el primero.
En esta acepción el vínculo es también una respuesta al valor, como
diría von Hildebrand; sería entonces un sentido que afecta a la persona
infinitamente valiosa y a la innata capacidad de cada uno de percibir la
diferencia entre algo y alguien (Spaemann).
Ahora bien,
con respecto a todo esto, nos preguntamos si la técnica – que introduce medios
y herramientas tan potentes en las relaciones humanas – no decrete la muerte
del vínculo y, junto a eso, de todos los enlaces corpóreos, los encuentros de
caras, de miradas y las cercanías empáticas. Nos surge una duda: ¿acaso el
hombre, como decía Günther Anders, es obsolescente en todo lo que
propiamente lo hace humano? ¿Este hombre no está reducido por la técnica a un fantasma
sin carne y huesos (Lc 24,39)?
Pensemos en la historia de la película Ghost: el amante, después de su fallecimiento,
sigue existiendo, pero nunca jamás podrá tocar a su amada y entonces nunca
jamás se encontrará con ella. Su existencia fantasmal será trágicamente
dolorosa.
Por lo
general, sin su cuerpo, la vida parece hondamente empobrecida en su vocación a
las relaciones cuyo médium, el cuerpo material, está alienado: ha dejado
de ser un “cuerpo propio” para convertirse en un aparato exterior, un device
electrónico. De esta manera el fantasma vive también solo y, en su soledad,
acaba por ser más fácilmente manipulable porque está expuesto y debilitado,
porque se ha vuelto cada vez más frágil e impotente. En su soledad, él se hace
átomo-que-desea. El quiere y anhela cualquier cosa con tal de salir de su
situación y olvidarla. Con cada cosa espera compensar sus frustraciones por
medio de un consumo reiterado, continuado, compulsivo y desesperado.
Lo contrario
de todo esto es vivir el vínculo: experimentar aquella querencia con la
que nosotros sentimos el destino de otros como si fuera nuestro destino, y que
antes que nada se aprende en la familia, y luego en el grupo de los amigos, y
todavía en la comunidad local, y por fin en la Patria y la Iglesia. Practicando
el vínculo en todas esas etapas con sus momentos intermedios, se sale del
reinado opresivo de las micro-satisfacciones individuales, aprendiendo a pensar
juntos a y para los otros. Se entra así en un mundo concreto de
hondas y plenas relaciones humanas. Se vive el mundo. Viviendo, se proyecta un
destino común, que se convierte en un paso adelante, unas ganas valientes de
porvenir, a veces en un atrevido programa político hacia la conquista del
cielo. En realidad, al proyectar, nos damos cuenta de que simplemente ofrecemos un
futuro mejor a nuestro pasado: el pasado que nos han trasmitido y que es al
mismo tiempo historia y mito; mito de pertenencia e historia critica, que nos
permite de romper con la rutina y marcar las distancias del sistema.
Quizás sea un poco romántico, pero sigo pensando que esta es y debe ser la
política en un sentido superior. Y si hay un compromiso libertador, al que
podemos llamar a los jóvenes en el medio de su y nuestra crisis, eso es
exactamente el compromiso para esta especie de disciplina comunitaria que desde
los bajos fondos vuelve a empujar al hombre hasta el sol y al aire libre.
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